AVISO IMPORTANTE: Esta historia contiene SLASH (relaciones entre hombres, en este caso), no lo leáis si no os gustan este tipo de relatos.
Todo empezó con aquellos juegos. Fue de una forma imperceptible, no me di cuenta de lo que me pasaba hasta que ya fue demasiado tarde, esos sentimientos llenaban cada centímetro de mi cuerpo, llegaban hasta la médula de mis huesos, se habían colado en mi ADN, en cada una de mis células había un trocito de mi amor por él.
Fue duro, muy duro. Yo, que siempre fui “normal”, empecé a sentirme atraído por él, por un hombre (aunque en aquel tiempo éramos aún unos adolescentes, estábamos creciendo), pero no era cualquier persona: era él, uno de mis amigos de la infancia, con quien siempre había estado, incluso antes de que tuviésemos uso de razón.
Al final, después de muchos esfuerzos, acepté que lo era. Primero me sentía extraño, luego era relativamente normal en mi mente. Sólo en mi mente. No podía salir a la luz mi homosexualidad porque, en un pueblo tan pequeño, todo el mundo lo sabría, me mirarían de reojo, por encima del hombro, susurrarían cuando yo pasara y lo más importante: él se alejaría de mí y yo no estaba dispuesto a permitirlo. No lo tendría como pareja, pero no quería perder a mi amigo aunque para mí fuese muchísimo más que eso.
Antes culpaba a los juegos, a las batallitas que montábamos entre clase y clase. Eran unos días tan felices, éramos despreocupados, no pensábamos en nada, sólo vivíamos el día a día. Ahora esas caricias seguidas de algún golpe amistoso en la espalda, esos roces, el contacto físico eran mi tesoro, mis más preciados recuerdos de mi vida en el instituto, de mi vida entera. Lo que empecé a sentir por aquellos días fue tan especial que nunca más alguien me ha hecho sentir lo mismo.
Hubo una época en que él me tocaba más que los otros, por ese entonces yo ya había notado que algo dentro de mí había cambiado, pero como era lo que siempre hacíamos… Tirarnos unos encima de los otros, pasar la mano por la espalda del otro como para calentar tanto la mano como la espalda… Yo había dejado de hacerlo por temor al “¿qué pensarán?” y me había centrado en los estudios, algo que me hacía falta. No he podido dejar de pensar que en esos días Miquel me hizo tener esperanzas, esperanzas que luego sabía que dolerían, esperanzas que seguramente serían falsas, pero esperanzas que al fin y al cabo dejaban pasar algo de luz, de claridad. Pensaba que tal vez Miquel me correspondiera, que habría un final feliz para mí, que él se acercaría y me diría: “No puedo vivir sin ti. Sé mío durante toda la eternidad”.
La realidad, la dura y cruel realidad, fue otra: Miquel se buscó novia, me contaba sus problemas amorosos, los de su vida sexual… A mí, justamente a mí. La vida y el destino querían verme sufrir, de eso no había duda alguna.
Intenté por todos los medios aguantar, poner buena cara, ser un buen amigo, pero no podía aguantar todo eso ni física ni psicológicamente, me debilitaba. Cada vez Miquel venía a hablar conmigo me ponía pálido, me encontraba mal y alguna vez llegué a desmayarme. Los desmayos cesaron, pero todos (incluido mi querido amigo) se preocupaban por mí y me vigilaban constantemente. Estaba bien, dolido, pero bien.
Con el tiempo, aún empalidecía y Miki seguía preocupándose por mí. Hasta que un día, el día de la cena de fin de curso de segundo de bachillerato, pasó. Pasó lo que no tenía que pasar, ocurrió lo que no quería que tuviese lugar.
Después de la cena, fuimos a la discoteca DeNet. Estábamos todos allí, juntos, tal vez aquella noche de fiesta sería la última en que estaríamos todos juntos. Decidí sentarme y observar a los que vería, a los que se irían. Quería guardar recuerdos de todos: de mis compañeros, de mis compañeras, de mis amigos, de mis amigas… Pero en especial de mi querido amor. A él lo vería, pero esa noche era transcendental, un recuerdo importante.
Para variar, Miquel se tenía que quitar las chicas de encima. Supongo que debió aburrirse (nunca he entendido por qué hizo lo que hizo aquella noche) y empezó a beber. No paraba y pensé que debía llevarlo a su casa en el estado en el que estaba, como tantas veces había hecho. Me acerqué y le pregunté con tono preocupado si le llevaba. Me miró sorprendido, no sé si debido al alcohol o si era de verdad sorpresa, y asintió.
El viaje hasta Larrés fue tranquilo. No pasó nada, nada hasta que llegamos al portal de su casa. Aparqué frente a ésta y esperé. No iba muy bien, así que aguardé a que se sintiera con fuerzas para salir. Entonces, de repente, dijo:
– Es mi culpa, ¿verdad? Estabas enfermo por mi culpa.
Me quedé atónito, parecía como si lo supiera pero eso era imposible. Nadie sabría nunca mi secreto.
– ¿Qué estás diciendo? –respondí a sus palabras, aún no sé por qué le decía nada ya que estaba muy borracho y seguramente mañana no se acordase de nada– Yo estoy bien, ya no me desmayo. Ya sabes que los desmayos era causados por mi asma, ¿no? No te preocupes, eres un buen amigo. Además, eres de las personas que más me ha cuidado. En vez de pedirme tú perdón, yo tendría que darte las gracias.
– Adrià, aunque digas eso, yo sé lo que te pasa, lo que sientes. Recuerda que hemos estado juntos desde siempre.
Dicho eso, se me acercó. No me importó, era algo que había hecho tantas veces que ya no me incomodaba. Lo que me dejó completamente descolocado fue lo que vino después: antes de alejarse al salir del coche, juntó sus labios con los míos un momento, un instante que me elevó hasta el cielo y que hizo que perdiera mi alma. Un beso, eso fue, un beso. Un único beso que me ha estado torturando cada día, un beso que me separó de él. Después de ese leve contacto, abrió la puerta del coche, se bajó, entró en su casa y desapareció.
No volví a saber más de él. Todo por culpa de un beso, un beso que no tendría que haber sido, que por mucho que lo deseara nunca debería haber salido de mi imaginación; un beso que anhelaba, que me hizo inmensamente feliz, que me arrebató a Miquel y que convirtió mi vida en un sin sentido.
No supe más de mi querido Miki desde aquella noche a las cuatro de la madrugada, nada. Me mudé ese otoño a Albacete.
Ahora sigo aquí, en Albacete, sin pareja, trabajando duro como arquitecto, viviendo en mi rutina. A veces hablo con los de casa, para ver cómo va todo por el valle, pero no he vuelto a hablar con nadie de Miquel.
No sé por qué justamente hoy, catorce de junio, ocho años después de aquella noche, me he acordado de todo esto. Siempre he conseguido alejarlo de mi mente.
De todas maneras la vida sigue.
En medio de mi meditación, suena mi móvil. Debe ser la jefa que quiere acabar el proyecto lo más pronto posible y quiere que haga horas extra. Lo cojo de mala gana y contesto:
– ¿Diga?
– Hola, Adrià. Cuánto tiempo sin saber de ti –me saluda una voz tan conocida y que hacía tanto tiempo que no escuchaba.
Al principio no lo creo, luego un par de lágrimas surcan mis mejillas dejándome ver que tal vez sí haya esperanza. Esta vez soy más fuerte y no me importa que después duelan las ilusiones.